Minas de plata de Cerro Rico (§O, pág. 158, Potosí)

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Minas de Plata de Cerro Rico.

La ciudad de Potosí está presidida por El Cerro Rico (Sumaj Orcko en quechua, que significa cerro hermoso) que tiene 4.800 m de altura y se hizo famoso en la época colonial por tener las vetas de plata más importantes del mundo. Se pueden visitar todavía las minas en funcionamiento, aunque la experiencia nos resultó bastante desagradable a todos los que íbamos, por distintos motivos.

Me habían recomendado verlas y por eso, no dudé en apuntarme y animar a Carme y a otro chico del hostal, que ya antes de entrar en la mina se empezó a encontrar bastante mal a causa del soroche -mal de altura provocado por la falta de oxígeno- y quedó fuera de juego durante dos días. A nosotras no nos afectó tanto, nos costaba caminar y hablar al mismo tiempo, dos actividades al parecer tan compatibles, aunque llevábamos ya unos días por allí y parecía que estábamos más adaptadas.

Además de la dificultad del oxígeno, más evidente incluso en el interior de la mina, estaba la del equipamiento: unas inmensas botas de pescar, un casco de minería y una especie de lanzallamas con el que iluminar nuestros pasos en el interior, que llevaba en la mano derecha. El túnel era del tamaño de una madriguera y, por si avanzar con mi altura y de esa guisa no fuera suficientemente complicado, la mano izquierda la llevaba ocupada con los obsequios que según la costumbre, se le entregaban a los mineros: hojas de coca y dinamita. La sensación de claustrofobia era tremenda y se escuchaban detonaciones muy próximas, que hacían vibrar toda la mina, lo que además de surrealista me pareció una auténtica imprudencia.

Tardé menos de diez minutos en dar media vuelta, mirar si se veía todavía la luz de la entrada y apresurarme en salir,  como si escapara de la mismísima Caverna de Platón. Había un mundo exterior, fuera de la mina, y era el que me interesaba. Además, me rebelé a ser espectadora de las condiciones infrahumanas en las que vivían y trabajaban aquellas familias que vivían dedicadas a la explotación de la mina, las mismas de hace quinientos años, alucinada del peligro al que estaban expuestos tanto ellos como nosotros, los visitantes.

El guía me persiguió, intentando convencerme de volver, pero le dije con determinación: «¡Me da igual! No quiero hacer la visita, de verdad, ¡os espero fuera!». Carme salió media hora más tarde, pálida y afectada por la experiencia completa, como si saliera del túnel del tiempo y diciendo: ¡Qué bien lo has visto! ¡No sabes de lo que te has librado! El malestar que le produjo la cueva le duró varios días, en los que ni siquiera quería utilizar la ropa que había llevado aquel día, la única de abierto que tenía, como si vestirse así le hiciera revivir la experiencia.

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